En los años 80, en el auge de la era Reagan, las políticas denominadas neoliberales decretan el fin del estado de bienestar, impulsor de políticas de protección social, que cede lugar al estado mínimo y punitivo. Este último tiene por finalidad la criminalización de la miseria, colocando en los propios excluidos la culpa de su situación. Este modelo necesitaba de un formato teórico y práctico en materia penal que lo respaldase y justificase. A esta tarea se dedicaron de forma entusiasta los denominados “tanques del pensamiento” republicano, institutos de consultoría que analizan y proponen soluciones en materia penal, militar y económica, apoyados por los “lobbies” de las empresas privadas ligadas al sistema carcelario y a algunas asociaciones civiles, como la Asociación de Defensa de las Víctimas de Crímenes. En particular, el Manhattan Institute se abocó a la cuestión penal y a la diagramación de nuevas políticas criminales. Para este fin, apeló a los servicios de un analista político de escasa trayectoria intelectual: Charles Murray. Su libro Losing Ground: American social policy, 1950 – 1980 (1984), es lanzado en medio de una enorme campaña de prensa y difusión. Posteriormente, en colaboración con el psicólogo de Harvard, Richard Herrnstein, autor de un panfleto racista y clasista anterior denominado Q.I. na meritocracia (1973), publica The bell curve: intelligence and class estructure in american life (1994), que avanza sobre algunos argumentos levantados en la obra anterior. El interés principal del análisis de estos textos, así como de los discursos vinculados a los mismos, que conforman las bases teóricas futuras de las políticas de “Tolerancia Cero”, radica principalmente en entender la definición de sujeto presente en ellos y la relación de este sujeto con su acto que los mismos postulan. En este sentido, estos textos son categóricos y claros. Tomando distancia de lo que definen como “...perversiones de ideal igualitario surgidos en la Revolución Francesa” (Murray y Herrnstein, 1994, p. 13) relacionan el comportamiento social con el coeficiente intelectual de los sujetos. Las uniones ilegítimas así como las familias monoparentales perjudican el desarrollo de la inteligencia infantil, constituyéndose en fuente de vicios y de defectos morales futuros. Así, el sujeto criado en un ambiente familiar y social desordenado será un potencial infractor a las normas y a la ley. Se retoma así a la clásica definición de la vidriera rota de Wilson (1982), que afirma que aquel individuo que comete una infracción menor (por ejemplo, romper un vidrio) es potencialmente peligroso y capaz de cometer delitos mayores, ya que es esencialmente irrespetuoso de la ley. Es preciso entonces actuar sobre los pequeños delitos con intensidad y rigor. Los códigos penales norteamericanos se ajustan a esta lectura: tres infracciones cometidas son registradas como un delito, a tres delitos corresponde pena perpetua (Wacquant, 1999). A pesar de que los clientes preferenciales de todo este andamiaje jurídico-represivo se cuentan entre las poblaciones negra, latina y las clases más pobres en general, cualquier intento de relacionar alguna cuestión social a la dirección de aplicación de estas políticas se rechaza bajo la curiosa acusación de “sociologismo”.
Con estas afirmaciones se desconoce un principio penal básico desde el punto devista democrático y progresista: el de que un individuo debe ser castigado por lo que hizo y no por lo que es (siempre que esta acción perjudique a terceros). Aún más: bajo argumentos precarios y exagerados, se niega cualquier posibilidad de reflexión sobre la relación entre un sujeto y su acto, que debe incluir necesariamente una lectura sociológica, psicológica y antropológica. Las cosas se simplifican brutalmente: un sujeto infringe la ley porque es intrínsecamente malvado, un enemigo del cuerpo social. Palabras cargadas de tremendismo y destinadas a negar cualquier posibilidad de reflexión en función de la necesidad urgente de defensa de la sociedad son, con frecuencia, utilizadas por los ideólogos de estas políticas. Punir personalidades y no conductas permite también legitimar otros supuestos y prácticas y olvidar algunos principios legales inconvenientes. De esta manera, la discusión sobre los bienes jurídicos afectados por un acto individual y la distinción entre el principio ético y el moral que deben regir la aplicación de una pena pasan a ser especulaciones ociosas (recuérdense aquí las acusaciones de “sociologismo”). Toda la cuestión jurídica referida al uso y venta de drogas consideradas ilegales se ve particularmente afectada por este nuevo andamiaje jurídico-represivo. Las penas para los considerados traficantes y usuarios crecen al ritmo de las campañas alarmistas en torno a los mismos y a la afirmación de la relación directa entre consumo de drogas ilegales y criminalidad. La penalización creciente de usuarios y traficantes de drogas consideradas ilegales crea un inconveniente posterior. Las estructuras carcelarias se ven desbordadas de sujetos punidos por delitos relacionados a las drogas. La solución es crear una forma legal que permita, al mismo tiempo, aliviar la sobrepoblación carcelaria y mantener a este grupo de “desajustados sociales” bajo control. Este es el origen de los denominados Tribunales para Dependientes Químicos o Tribunales Terapéuticos. Los textos que representan el proyecto justificador de la implementación de estos dispositivos jurídicos en el Tribunal de Infancia y Juventud de Brasilia son de naturaleza y autoría diversa. Fueron presentados en el Segundo Encuentro de Capacitación Nacional de Justicia Terapéutica realizado en Brasilia, en agosto del año 2001. Algunos de estos documentos se refieren a la cuestión clínica,con una particular insistencia en negar la necesidad de la existencia de demanda por parte del usuario de drogas como premisa básica de un tratamiento. Otros, desde una óptica jurídica, intentan legitimar estas políticas desde una difusa defensa de la sociedad contra los enfermosdelincuentes (estas dos categorías parecen propositalmente colocadas de forma confusa y superpuesta). Cabe aquí destacar algunos argumentos levantados en estos textos para compararlos con las definiciones de sujeto peligroso y ciudadanía definidas por los creadores de las políticas de “Tolerancia Cero” y entender las posibles correspondencias entre ambos discursos. La presentación, hecha por el Procurador General Albuquerque, comienza definiendo a la dependencia química como “...una enfermedad progresiva y fatal” (Albuquerque, 2001, p. 2). En un tono épico de convocatoria a la acción coloca “...la sensación de impotencia frente a este peligro que amenaza a todos indistintamente” (Ídem, p. 2). Nótese ya la coincidencia con la situación de inseguridad general frente al crimen del que la tolerancia cero reclama y sobre la cual se justifica. Según Lemos (2001, p. 3), otro de los autores, frente a este “...caos que siempre se temió” es necesario extrapolar el papel convencional de los operadores de justicia para actuar sin ataduras. El análisis del discurso destaca el uso de términos tremendistas y la maniqueización argumental como herramientas de imposición de un discurso. En referencia a la cuestión clínica, la justicia terapéutica se define como una cuarta forma de tratamiento después de la voluntaria, la compulsiva y la convencional. Freitas (2001), psiquiatra del ministerio público de un estado del sur de Brasil, destaca la importancia del diagnóstico realizado a través del drug testing, o examen compulsivo. Cualquier argumento contra este tipo de examen hecho en nombre de los derechos del examinado, por ejemplo, queda de lado en función de la apelación a la urgencia y la magnitud del enemigo a enfrentar hecha repetidamente en el comienzo. La misma autora sugiere penas de libertad condicional de cinco a diez años, como forma de acompañar de cerca la evolución del reo-paciente. Nótese que hasta aquí se habla poco o nada de prevención. La acción principal es represiva y en todo caso preventiva en materia penal, siempre dentro de la asociación planteada entre uso de drogas actual y crímenes futuros. A continuación, un procurador de justicia cita las experiencias pioneras de Miami que diez años atrás “...rompieron con el entendimiento psiquiátrico de entonces...” (Oliveira, 2001, p. 25) para implantar la justicia terapéutica con el fin explícito de descomprimir la sobrepoblación carcelaria. Cándidamente, este promotor coloca la verdadera naturaleza de estas iniciativas: por un lado, resolver un problema institucional relacionado a la imposibilidad de mantener presos a tantos sujetos; por otro, mantener a los mismos dentro de un sistema de vigilancia y control. Vigilar, castigar y/o curar, diría Foucault (1991). El mismo autor incursiona en el terreno clínico al afirmar que las modernas técnicas psiquiátricas afirman “...que algún tratamiento es mejor que ningún tratamiento” (Ídem, p. 31) y que este algún, mejor que el ningún, debe comenzar de forma compulsiva. El análisis del discurso destaca la apelación a datos pseudocientíficos y estadísticas para afirmar una idea y descalificar la contraria, como en este caso. Reconociendo la incapacidad de la estructura pública para contener a los encaminados a tratamiento por esta vía legal, se recomienda como solución contar también con organizaciones no gubernamentales y granjas de tratamiento. Cabe aquí levantar un cuestionamiento de base ética con relación al lucro potencial para estos sectores privados (posible fuente también de corrupción) y del carácter religioso de muchas de estas organizaciones, lo que llevaría a vulnerar el principio del necesario carácter laico de las acciones del estado. Por último, y como dato complementario, cabe agregar que la ley antitóxicos 10.409 (2002), recientemente votada en la Cámara de Diputados, otorga el soporte legal para este tipo de iniciativas, encuadrándose dentro de los mismos lineamientos políticos generales. La pena para traficantes aumenta, la de los usuarios consiste en la obligatoriedad de tratamiento, que puede ser sustituida por penas alternativas y otro tipo de medidas. El texto no aclara a quien corresponderá el tratamiento (si al estado o a particulares) ni que cantidad de droga es considerada para uso personal o para tráfico.
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